Al abrir la puerta de aquella cocina, me topé con un olor
familiar. Al momento no supe asociarlo a nada en concreto, pero una vez que
pasaron unos dos minutos, empezaron a venir a mi memoria aquellos días en que
nuestras madres, nos mandaban cargados con aquellas inconfundibles lecheras de cinc,
en busca de la leche fresca.
Solíamos quedar los amigos, puesto que algunos de nosotros íbamos
al mismo lugar a por la leche. Otros, sin embargo, iban a otras lecherías, peo
luego casi siempre nos juntábamos a la vuelta.
Al entrar en aquella cocina, lo primero que veías eran dos
lecheras grandes, en las cuales el marido de la lechera, había echado la leche
conseguida en el último ordeño vespertino. El ordeño de por la mañana, algunas
veces era repartido por las calles del pueblo, mediante un coche de los
primeros que hubo en el pueblo, donde la mujer del ganadero, sentada en una
silla en la parte trasera de aquella furgoneta, iba llenando aquellas lecheras
que las vecinas arrimaban a dicho coche. Unas pedían medio litro. Otras, cuarto
y mitad. Algunas lecheras, sobre todo las de casas de familias numerosas, eran más
grandes que las normales y tenían capacidad para albergar un par de litros, que
luego por la tarde-noche, había que volver a llenar de nuevo. Al entrar nosotros
la lechera nos daba las buenas tardes y nos preguntaba la cantidad de leche que
íbamos a querer. Nosotros contestábamos casi siempre que la lechera llena, por
lo que más o menos un litro de leche había que llevar a casa. La manera de
medir la cantidad siempre me quedaba alucinado, al ver como tenía varios
envases de plástico de varias medidas. Cogía uno un poco más pequeño para sacar
la leche de las lecheras grandes y lo vaciaba en otro un poco más grande. Luego
de este otro, lo echaba en uno un poco mayor, así hasta que la leche llegaba a
nuestras lecheras. Todo esto sin verter ni una sola gota de aquel liquido tan
preciado.
A la hora de cobrar la leche, aquella mujer poseía un cajón de
madera con varios compartimentos, donde apartaba las monedas de duro, las de
cinco duros, la de diez duros y las de cien pesetas o veinte duros, como
prefieran ustedes llamarlas. No me acuerdo del precio del litro de leche, lo
que si tengo en la memoria fresco, es que siempre nos daban el dinero justo y
rara vez llevábamos nada de vuelta a casa. Antes de marcharnos de aquella
cocina, volvíamos a respirar aquel olor a leche fresca antes de salir y alguna
que otra vez la lechera nos mandaba recado a nuestras madres, diciendo que al día
siguiente dispondría de “calostros”, por si alguna los quería. Nosotros casi
nunca dábamos aquel recado, unas veces porque no nos acordábamos y otras veces,
porque a más de uno no le gustaban, así de esa manera, evitaban el tener que
consumirlos al día siguiente. Luego, si algún día se encontraba la lechera con
nuestras madres y le consultaba lo de los “calostros”, la bronca estaba
asegurada, aunque nosotros la evitábamos diciendo aquello tan socorrido como
era el “sema olvidao”.
Lo mejor venia una vez en la calle, cuando nos encontrábamos
los que habían ido a una lechería y los que veníamos de la otra. Entonces
empezaba aquel concurso que se trataba de dar la vuelta a la lechera sin verter
ni una sola gota. Cosa que algunos (yo no), eran verdaderos artistas y jamás los
vi derramar ni una sola gota de aquel liquido. Desde la puerta de la casa de la
mujer que nos vendía la leche, hasta nuestras casas, daba tiempo para intentar
dar el mayor numero de vueltas a aquellas viejas lecheras, las cuales más de
una, habían visitado ya la mano de Felipe “Colina”, seguramente fruto de algún accidente,
producido un día de concurso.
Todavía recuerdo la cara que se le quedó a uno de mis amigos,
cuando en plena demostración de equilibrio y destreza, aquella lechera salió por
los aires, sin el asa que se quedó viudo en la mano de mi colega. ¿Y ahora qué?
Presentarse en casa con la lechera rota y vacía era un asunto difícil de
explicar. Lo más seguro era que alguna hostia cayera, por muchas excusas que
pusieras a tu madre, todas ellas inventadas por supuesto. Después de cobrar lo
tuyo, te tocaba volver rápidamente en busca de más leche. Con una lechera
prestada por alguna vecina para la ocasión, salías a doscientos por hora por
aquellas calles de rollos, donde caerse era asegurarse el tener rodilleras.
Cuando llegabas otra vez a casa de la lechera, está, muy sabia se imaginaba lo
que había pasado y para hacerte de rabiar te decía que no la quedaba más leche.
Así a ti, te saltaban todas las alarmas y rezabas de nuevo antes de llegar a
casa y recibir otra tunda, por dejar a toda la familia sin leche. Cuando ibas a
salir por la puerta en busca de todo lo anteriormente pensado, la lechera te decía
que era broma y con lágrimas de la risa que la había entrado al ver tu cara, te
llenaba de nuevo la lechera, diciéndote que era el último litro que la quedaba.
Una vez en la calle, ibas “procesionando” con aquella
lechera camino de tu casa. Ni una sola carrera. Ni un solo movimiento extraño a
dicha lechera. Normalmente, aparecía el amigo cachondo que te había espiado
para ver como ibas de nuevo en busca de leche y te decía que si jugabas a dar
vueltas a la lechera. Tu, con cara de pocos amigos, le mandabas directamente a
la mierda y continuabas con tu procesión hasta tu casa, un camino que
normalmente era corto y que en esas circunstancias, se te hacia eterno.
Una vez en casa tenías que soportar la bronca de tu padre, enterado
por medio de tu madre de tu estropicio…
Hoy, al tener que tumbar aquella cocina donde tantas veces
fuimos en busca de la leche. Parece que estoy tumbando una parte de mi niñez y
siento un dolor en el pecho al pensar en aquellos años maravillosos que
vivimos.
Me voy, que tengo que ir a por leche semidesnatada, con
calcio y no sé qué pollas en vinagre mas. Tanta historia nueva en un litro de
leche y cada día estamos más “cascados”. Con la salud que teníamos cuando mas
de una vez nos bebíamos aquella leche sin cocer, incluso directamente de la
teta de la vaca, cuando íbamos a ayudar a los ganaderos del pueblo que tenían vacas
lecheras.
Qué pena da hacerse mayor y darte cuenta de ello.
Un capítulo para echar una mirada atrás y alguna que otra carcajada.
ResponderEliminarLo del "sema olvidao" y lo del "calcio y no sé qué pollas en vinagre más", te encumbran entre los grandes de la pluma cómica y certera.
Sigue así, amigo, que con las velas que nos alumbran, viene bien leer algo así de vez en cuando.