No se
lo había llegado a replantear hasta la fecha, quizás era la primera vez que escribía
algo sin estar en su plenitud, pero dicha experiencia levantaba una expectación
en su mente que nunca antes había sentido.
Estaba seguro que mucho de lo
escrito ese día seria borrado. La fiebre le hacía escribir palabras que nunca
antes hasta ese día, se le habían llegado a ocurrir, pero lejos de amilanarse
siguió escribiendo.
Siguió
escribiendo y siguió volando en aquella nube gris que le acogía en su seno.
Desde su cama, arrugada por culpa de muchas horas de insomnio, las veía pasar
lentamente. La falta de aire hacia que dichas nubes se recrearan en su forma, y
su andar era parsimonioso.
De pronto el timbre del teléfono le despertó de su
letargo, no supo reaccionar al pronto y permaneció inmóvil, como si la criada
del libro que estaba devorando, fuese a descolgar dicho aparato. Cuando quiso
ponerse en pie, el teléfono había dejado de sonar. No lo dio más importancia y volvió
a la postura que mejor le venía para pasar la fiebre, que después de dos días, seguía
sin despegarse de él. Pensó que quien llamaba se podía haber confundido o que
su llamada no era urgente, así que unos segundos después cuando volvió a sonar
el teléfono, esta vez sí corrió en su busca. Después de preguntar dos veces
quien era, no obtuvo respuesta alguna y su paciencia acabó por esfumarse. “A la
mierda”, contestó lo más fuerte que pudo, que por otro lado no fue mucho,
puesto que la fiebre, le tenía seca la garganta y un gallo salió de su voz al mismo
tiempo que decía aquella frase.
De
vuelta al dormitorio, los riñones se resintieron y pensó que estar más rato en
la cama tumbado, no le haría ningún bien. Buscó un pijama en los cajones de
aquella cómoda y se le puso. El olor a naftalina le trajo recuerdos de su niñez
y al cerrar los ojos pudo ver el rostro de su madre metiendo dichas bolas entre
sus ropas…
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