La vida no fue justa con él, aunque quien es el guapo a
decidir lo que es justo y lo que no. El siempre agachó la cabeza y aguantó lo
que se le vino encima. Algunas veces con más dolor que otras. Estaba claro que
el recibir golpe tras golpe, le había hecho un hombre de hierro, lo más
parecido a un boxeador, que lejos de rendirse y dejar su profesión, necesitaba
de aquellos golpes.
Recuperándose de uno de esos golpes estaba, cuando alguien
cercano a él le ofreció aquel terreno, donde si él quería, podía dedicarse a
pasar el rato. Disponía de una gran tierra donde poder sembrar y dedicarse a la
horticultura, aunque bien es cierto que jamás antes, había hecho nada de
aquello. Nunca le dio por fijarse en la gente que tenia huertos, ni tampoco
preguntar cómo se sembraba esto y aquello, quizás porque hasta la fecha, nunca
le había llamado la atención.
Le pidió unos días de reflexión a quien le ofreció aquel
huerto, antes de tomar una decisión. Aunque fuera una tontería, las tres
siguientes noches no durmió bien. Cada dos por tres le venían las imágenes de
aquel huerto junto a las lechugas, tomates y alguna hortaliza más que no
lograba adivinar lo que era. Así al cuarto día, decidió decirle que si y
quedarse con aquellas tierras, donde poco a poco, lograría pasar los días sin
pensar en nada que le hiciera daño.
Los primeros días fueron duros, tuvo que “zachar” todo el
huerto, que mostraba los años que llevaba sin que nadie le hubiera trabajado.
Llegaba todos los días a casa cansado como nunca hasta la fecha, pero lejos de
amilanarse, aquello le daba más fuerzas para levantarse al día siguiente con
las mismas ganas de trabajar que el día anterior. Así poco a poco, en pocos días,
lo tuvo todo cavado. Lo siguiente seria el decidir que sembrar y lo que es
peor, como hacerlo, puesto que no tenía ni idea.
Un amigo de la infancia se ofreció un día que paso por allí,
a enseñarle cuando tuviera toda la tierra movida y así lo hizo cuando Tomas, se
lo pidió. Los dos juntos una mañana, se dedicaron a sembrar cebollas. Al día
siguiente sembraron patatas y días más tardes, unos ajos. En apenas dos meses
Tomas tenía aquel huerto que no se le conocía. Todo estaba verde y pronto empezó
a recoger los frutos sembrados. Fue un orgullo para él, coger las primeras
cebollas, que junto con alguna lechuga, le sirvieron para cenar varias noches.
Todo le iba bordado, se le notaba feliz y apenas tenía tiempo para pensar en
sus desgracias.
Cuando se dio cuenta de que no era capaz de comerse todo lo
sembrado, empezó a regalar de todo. Alguna que otra vez, si quien le pedía algo
era gente de bien, en lugar de regalarlo, se lo vendía. No le hacía falta el
dinero, pero sus principios y sus recuerdos, le impedían regalar por igual a
unos que a otros.
No todo era sembrar y recoger, había épocas en las que el
trabajo era más duro y tenía que esforzarse un poco más. Pero le daba igual,
era feliz en su huerto. Preparó una especie de chabola para los días de lluvia
poder refugiarse y de esa manera pasaba los días de invierno en los que siempre
había algo que hacer también en el huerto.
Había pasado más de un año desde que sembrara aquellas
primeras cebollas, cuando el que le había prestado el huerto fue a verle a su
casa. Con gesto serio le dijo que había vendido el huerto, puesto que le había salido
una buena oferta y no había podido resistirse. Aquella noticia le sentó como un
golpe bajo, un dolor de estomago le entró de repente y por arte de magia, le
vinieron ganas de vomitar. ¿Cómo podían hacerle eso? ¿Por qué ahora cuando
mejor le iba en la vida?
Le dieron dos meses de plazo para que recogiera todo lo
sembrado, antes de que las maquinas comenzaran a construir una gran casa que el
nuevo dueño, quería prepararse.
Sin ganas de vivir, Tomas iba al huerto todos los días, pero
aquello ya no era felicidad. Parecía más un funeral que cualquier otra cosa. Y
es que la verdad que lo era. Las patatas dejaron de existir, al igual que las
cebollas, los ajos y las lechugas. Tampoco quedó ningún haba, ni ninguna fresa.
Todo lo fue arrancando poco a poco. Así el día que cumplía el plazo que le habían
dado, aquel huerto se parecía más a un desierto.
El día que vio las maquinas allí trabajando no pudo aguantar
aquello y decidió ir a su casa, hacer una maleta con algo de ropa y se dirigió a
la residencia que existía en su pueblo. Después de hablar con el encargado, le
dieron una habitación en la cual alojarse, y allí se dispuso a esperar paciente
a que llegara su día.
Todavía años después, se sueña con aquel huerto lleno de
tomates, lechugas y las mismas hortalizas que años atrás, nunca supo lo que fueron, y que ahora, no se siente con fuerzas para adivinarlo.
Otra bonita historia. Con qué facilidad, el ser humano, se desplaza "agarrado" a sus sentimientos desde un extremo al otro, siendo como en este caso, algo que le viene dado al protagonista y sobre lo que él, poco puede hacer para cambiar la situación.
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