Esta
frase que tanto nos decían nuestras madres a nosotros, hace tiempo que no la
escucho en boca de ninguna madre. Y es que con las costumbres que actualmente
tienen los niños, es difícil de verlos andar de aquí para allá todo el día, como
hacíamos nosotros.
A pesar
de tener que doblar la jornada escolar, no recuerdo nunca tener que hacer
tareas al venir del colegio. No sé si es que no teníamos o es que no las hacíamos.
El caso es que al llegar por la tarde, soltabas lo poco que te traías, le pedías a tu madre la merienda y salías pitando de casa. Aquella merienda consistía
en medio metro de pan y un par de pastillas de chocolate. Aquel chocolate
autentico, de gran grosor y de un sabor que ninguno de los actuales tienen.
Colocabas el chocolate en el centro del pan y empezabas a mordisquear en
redondo, hasta que llegabas al chocolate. Si primero te comías el chocolate, el
pan acababa en la boca de alguno de los perros, que por entonces vagabundeaban
por el pueblo. Ahora le tiras un trozo de pan a un perro y según te mira parece
que te está insultando. Como diciendo: “Eso te lo comes tu”.
Cuando acabábamos
de merendar, empezábamos a jugar a cualquiera de aquellos cientos de juegos que
nos sabíamos. Dependiendo de la temporada se jugaba a los “bolindres” o
canicas. El clavo, la peonza, a los hoyos, juego que sin duda era el que más me
gustaba. A pesar de ser uno de los más duros que existía, dado que si perdías y
te tocaba que te hicieran el “martirio” cerca de la pared donde tenías que
ponerte de espaldas, te llevabas buenos pelotazos de aquellas pelotas antiguas
de tenis, que apenas conservaban el color verde que en su estreno tenían. En
aquellas calles antiguas enrolladas unas y otras en tierra, se jugaba
estupendamente. A día de hoy aunque parezca mentira, existen calles en el
pueblo donde podrías jugar a aquel juego tranquilamente.
La hora
de regresar a casa era cuando las bombillas de la calle se encendían. Eso sí,
la que no había sido víctima de algún certero lanzamiento con el “tirantillo”,
juego que también entraba en nuestro repertorio. Si te retrasabas aunque solo
fueran cinco minutos, te asegurabas el castigo para el día siguiente. Dicho
castigo consistía en quedarte sin salir de casa. ¡Como dolía aquello!, saber
que tus amigos estaban jugando y corriendo por todo el pueblo y tú en casa
sentado, sin saber a qué jugar y sin tener cuarenta canales en la televisión para
elegir algo que te gustara. Por eso traía más cuenta salir corriendo como una
bala hacia tu casa, cuando veías encenderse aquellas bombillas, que con el paso
de los años, se convirtieron en focos, los cuales, eran más fácil de quedarles
viudos de luz con nuestros estupendos “tirantillos”.
Si el
tiempo era lluvioso, buscábamos los túneles que existían y existen en el
pueblo, y allí continuábamos jugando. Era digno de ver la cantidad de muchachos
que allí nos juntábamos y rara vez no había alguna trifulca entre los mayores y
los pequeños, a los cuales nos acababan echando de dicho túnel. Por lo que tenías
que buscarte la vida para no llegar mojado a casa, cosa que si ocurría, podía acabar
con otro castigo.
Si el
tiempo era de tormentas, entonces debías de irte a casa, era increíble el miedo
que nuestros padres las tenían. Recuerdo como no podías arrimarte a ninguna
ventana que diera a la calle. No podías estar descalzo y si la tormenta era
larga y se iba la luz, cosa que sucedía casi siempre, acabábamos en casa de
cualquier vecina todo el mundo rezando el Rosario y unas cuantas de Ave María.
En dicha reunión vecinal siempre acabábamos con algún guantazo encima, puesto
que no se si por la marea que existía o por escuchar a todas las personas
mayores rezando, los niños presentes solo con mirarnos se nos escapaban las
risas flojas y aquello por lo visto no era para reírse.
Así
eran aquellos años, ningún niño padecía obesidad infantil, eran más frecuentes
los esguinces o huesos rotos, que ver a ningún niño entrado en kilos.
Hoy no
he vuelto apreciar en ningún niño aquel olor a calle que nuestras madres nos
echaban en cara, cada vez que llegábamos a casa cuando las luces de las calles,
se encendían. A día de hoy todavía no he logrado oler ningún desodorante que se
parezca ni siquiera un poquito, a aquella fragancia que se podía llamar
tranquilamente “Eau de la rue” y que hubiera tenido mucho más éxito, que
cualquier perfume que hoy en día existe.
Me identifico de lleno con tu relato. Sí, amigo, sí, eran otros tiempos y sin tener nada, salvo la amistad de nuestros semejantes, realmente éramos más falices. Sabíamos jugar, divertirnos y disfrutar de la calle, pero también sabíamos llorar por los golpes, caidas o incluso pedradas que nos llevábamos. Qué tiempos y qué lástima que las generaciones actuales, ni imaginen lo que se han perdido. Una pena que hayan nacido con un dispositivo electrónico en las manos y no vean más allá de eso, pero es lo que toca.
ResponderEliminarAsumamos que nunca volverá a ser como antes y recordémoslo como una maravillosa etapa de nuestra vida.
Un cordial saludo para todos aquellos que realmente sepan de lo que se está hablando.