El domingo pasado en una cena familiar, de las cuales nos
dimos cuenta de que no solemos hacer muchas últimamente, salieron varias
conversaciones que, por lo menos para mí, fueron bastante entretenidas y
gratificantes.
Desde que suelo escribir, he cambiado un poco mi forma de
ser, aunque ya antes era de los que dejaban hablar a mi oponente y me dedicaba
a escuchar. Ahora eso lo hago cada vez más y luego de esas conversaciones, me
suele venir la inspiración para rellenar hojas en blanco.
Bien, una de las conversaciones que salió tiene que ver con
el título del artículo, que aunque parezca ofensivo, nada más lejos de la
realidad. Y como aquí en Extremadura al cochino se le puede llamar de diferentes
formas, prefiero llamarles como siempre escuché hacerlo a mis mayores, los
guarros.
Según ellos, todos los años criaban varios y era a mi padre
y a mis tíos, quien les tocaba sacarlos para que comieran en campo abierto. Era
la comida que por aquellos años podían acarrear dichos animales para ser
cebados, más aun, cuando en casa de sus dueños dicha comida escaseaba hasta
para ellos, contra más para cebar guarros.
Después de estar más de diez meses con ellos por cordeles y
callejas, intentando que se hicieran guarros de provecho y poder darse un festín
después de sacrificarlos para consumo propio, decían en aquella conversación,
que jamás vieron las paletas y jamones de dichos guarros. Daba igual si criabas
dos o criabas cuatro, dichas extremidades, lo más exquisito por cierto del
animal, en lugar de ir a parar a la mesa de mis abuelos, para que sus hijos en
posteriores días vieran de cerca lo que era un jamón o una paletilla, estaban
adjudicados a los dueños de tiendas y comercios, los cuales hicieron una labor importantísima
en pueblos pequeños, para que sus habitantes no pasaran hambre. Que puede ser
que más de uno abusara de aquellas condiciones, seguro que sí. Pero estoy
seguro, además dicho por varios de aquellos dueños de tiendas y comercios, que
mucha gente se fue de este mundo dejándoles a deber bastante dinero.
El caso de mis abuelos paternos no fue ese, puesto que el
convenio que tenían, era ir apuntando a cuenta, hasta que los guarros fueran
sacrificados. En ese momento, los jamones y paletillas pasaban a ser del
comerciante y la cara de tontos que se les quedaba a mi padre y hermanos era
digna de ver, según ellos, al saber que un año más, de aquellos guarros, solo podrían
comerse las patateras y algún chorizo en época pastoril. Según mi padre en
aquella conversación, los lomos también eran requisados por el dueño de aquella
tienda donde ellos, mandados por sus padres, iban día si y día también en busca
de lo poco que les hacía falta para ir sobre viviendo. Seguramente que ante
tantas cosas apuntadas, las cuatro patas del guarro no eran suficientes para
pagar dicha deuda contraída a lo largo del año y por eso los lomos de dichos
animales, sumaban para paliar aquel débito.
Pues esta fue una de las conversaciones que mantuvimos en la
última cena familiar, en la cual pude contemplar como los más pequeños, asistían
igual que yo con la boca abierta a dichas conversaciones, que ellos
seguramente, solo han visto en televisión y no piensan que jamás les pudiera
pasar a sus abuelos.
Por eso hoy en día, aquellos niños porqueros, se merecen más
que nadie un buen jamón, una buena paletilla y un señor lomo. Seguramente que
aunque hayan partido a lo largo de sus vidas varios de ellos, no dejan de
acordarse de aquellos guarros que ellos criaban a lo largo del año, los cuales perdían
las cuatro patas, de la mesa a la artesa, como por arte de magia.
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