(Dedicado a todos y cada uno de los que han luchado o siguen luchando por
su libertad, es decir, su salud.)
Sentados en aquellas incomodas sillas y casi siempre rodeados de
familiares, esperan a ser atendidos por el juez. En sus caras si te fijas bien,
puedes encontrar en algunos, dolor y sufrimiento. En otros, indiferencia;
algunos, los veteranos, casi siempre sonríen a los nuevos. Y es que el estar
cinco o seis veces delante del juez les da derecho a enseñar esa sonrisa
cómplice, que suelen compartir con algún compañero veterano que actúa de la
misma manera.
Los principiantes denotan nerviosismo, su condena depende de el señor que
hay sentado al otro lado de la puerta. ¿Cómo será? ¿Será un juez mayor y serio?
O ¿Será joven y lleno de vida?, en definitiva y como se dice ahora, ¿será
enrollado?
Y la ayudante del juez; ¿será gorda y vieja? o ¿Será regañona? O
al igual que el juez,¿será una tía enrollada?
Nervios ante la espera. Dudas, muchas dudas. Mas de las que quisieran. Los
familiares de los condenados también. Desesperan esperando. Móviles sonando por
un lado y por otro, familiares que contestan casi lo mismo: “Todavía no nos han
llamado..."
Ante la larga espera nada mejor que entablar amistad con otros familiares,
puede servir de mucho antes de entrar delante del juez. Los más veteranos,
explican a los noveles las pautas a seguir. Primero enseñas el papel de tu
condena al fiscal cuando se abra aquella puerta. Luego te hacen un examen para
ver tu estado y después pasas delante del juez. No tengáis prisas no os pongáis
nerviosos, el juez atiende a todos los condenados. Ninguno se quedara atrás.
Pero a más de uno allí sentado, el tiempo se le hace eterno. El reloj que
lleva en la muñeca, regalo de su nieto, le mira cada minuto. Al ver lo despacio
que corren las manecillas, se las acerca al oído para ver si siguen corriendo o
si por el contrario se han parado, cosa que agradecería si fuera verdad.
Pregunta la hora al compañero que tiene al lado para asegurarse que el suyo va
bien. Cuando lo comprueba sigue preguntando al compañero de condena, por lo
menos así el tiempo pasa más deprisa.
_ ¿Qué delito cometió usted para estar aquí?
_ Estar vivo, como usted seguramente, ¿o no?
_ Si, la verdad que es lo único que he hecho a lo largo de mi vida,
sobrevivir.
_ Pues de todos los que estamos aquí, absolutamente todos, condenados y
familiares, tenemos la misma posibilidad de ser acusados de lo mismo. Tan solo
por estar vivos. Es duro pero es así.
_ Ya, lo único que ha algunos nos pueden condenar a muerte.
_ No, te equivocas (dijo el veterano), la pena de muerte esta abolida en
esta sala, al igual que la cadena perpetua. Aquello pasó a la historia. Hoy
en día no se condena a nadie.
Mientras hablaban estos dos hombres, se abrió la puerta del despacho del
juez, por ella y con una sonrisa de oreja a oreja, salía un de los veteranos.
_ ¡Me voy! Dijo en alto para que todos los allí presentes se enteraran. No
vuelvo a revisar mi condena hasta el año que viene. Que sepáis – siguió
diciendo – que todos podemos salir de aquí, que nadie se quedará por el camino, que
la pena de muerte no existe.
Los allí presentes, en especial los más veteranos, le miraban con cara de
satisfacción. Los noveles, tragaban saliva y rezaban todo lo que sabían, aunque
algunos no sabían ni el padre nuestro...
Esa mañana el juez estaba muy compasivo y regaló por lo menos tres
“condicionales”.
Cuando ha salido el último de los agraciados, se ha dirigido a los allí
presentes y al igual que su compañero en voz alta nos ha dicho:
¡Que sepáis todos, “Que de aquí, se sale”!
Los condenados y familiares allí presentes nos hemos mirado y no hemos
podido ocultar una sonrisa cómplice ante tales palabras, mientras guiñábamos un
ojo.