Me encaminé hacia la plaza a
pesar de que lo mas seguro, era que tuviera que volver sobre mis pasos como
casi siempre todas las mañanas ocurría. Los cuatro “señoritos” del pueblo cada
vez venían en busca de menos obreros. A los que se llevaban un día, les hacían
trabajar por cuatro y cobrar por menos de uno, pero al fin y al cabo era lo que
había, nos gustara o no.
Lo mejor que me podía pasar
era que nadie me reclamara y volviera a casa a ocuparme del pequeño, que toda
la noche había estado con fiebre. Su madre, la pobre, casi no había pegado ojo.
Las medicinas necesarias no estaban a nuestro alcance y a todas las madres, de
nuestra clase, no les había quedado mas remedio que volver a los métodos
tradicionales de cura. La cebolla partida debajo de la cama, el paño de agua
caliente en la frente y sobre todo el rezo. De nuevas a primeras aprendimos a
rezar. No es que antes algunos no lo hicieran, que seguro que si, pero ahora
toda la pobreza que existía, parecía menos pobreza si se rezaba. Por supuesto
que los domingos había que ir a misa. Era un punto ganado a la hora de que te
reclamara alguno de los terratenientes que pasaban por la plaza, a por los
obreros que allí esperábamos muertos de asco.
Los antiguos sermones rápidos
que daban los curas, habían quedado en el olvido y de misas de media hora,
pasamos a misas eternas. Aunque la verdad, daba igual estar allí metidos que
estar metidos en casa.
Cuando ya me iba de la plaza,
acudió uno de los cuatro ricachones dueños del pueblo, por lo visto le hacían
falta cuatro hombres para varias faenas en una de sus fincas. El trato estaba
claro, tú ibas y no sabias cuando volvías ni cuanto dinero traerías. Lo único
claro era que el pellejo te le quedabas en aquella finca.
El “señorito” parece que se fijó
el domingo en mi en la iglesia y fui el segundo en subir al maletero de su todo
terreno. Durante el viaje no se podía hablar nada, lo único que se oía era al
conductor, tararear las canciones que la radio del coche emitía. Este señor
años atrás, era uno más de nosotros. Pobre hasta la médula y pasándolas canutas
como todos. Lo que cambió su vida fue tener una mujer guapa y fácil. Puesto que
de todos era sabido en el pueblo su relación con el jefe. Por eso quizás le teníamos
todos mas atravesado aun. Porque él, tonto no estaba y si había llegado a ser
lo que era, sin duda que había sido por ese motivo.
Al llegar a la finca, con los
huesos doloridos de la postura en la que habíamos viajados, el dueño mandó
llamar al capataz, otro “vendido” del pueblo. Este no tenía mujer, pero la mala
baba que siempre le había acompañado, era lo que el terrateniente iba buscando.
Así que era normal que te tratara peor que al último perro mastín que había en
todo el cortijo.
Cuando ya no se veía, el
capataz mandó llamarnos para regresar a casa. Con hambre y cansados de la faena
nos volvimos a montar en el coche, donde nos esperaba el chofer con una sonrisa
propia de no haber hecho nada en todo el día, pero también con la cara de cornudo
que el solo podía tener en aquel coche. Su frase primera que nos dirigió a
todos, mejor no la cuento, porque todavía se me revuelven las tripas al
acordarme de ella.
Cuando uno de los que íbamos,
preguntó por el dinero que se nos adeudaba, este con una sonora carcajada nos contestó
que las reclamaciones al maestro armero. Y lo malo que lo remató con la misma
carcajada asquerosa con la que nos había recibido.
Mañana tenéis que volver, nos
contestó casi llegando a casa, así que sin prisas para cobrar.
El niño seguía igual de
enfermo cuando entré por la puerta, daba lástima solo mirarle y ver su cara. Yo,
que tenía pensado gastarme el jornal en medicinas para él, tendremos que seguir
rezando hasta que tengan a bien de pagarme. Esta noche volverá a ser larga y fría
y con apenas un plato de sopa metido entre pecho y espalda, será mas duro
conciliar el sueño.
Recemos, me dice mi mujer al
pie de la cama, es lo único gratis que nos queda…