Aguardando
a que nuestras madres acabaran de recoger toda la cocina y se sentaran delante del
televisor y al poco rato cerraran el ojo, esperábamos pacientemente como si de
leones cazando se trataran. No hacerlo sigilosamente podía estropearte el salir
en plena siesta con tus amigos, en busca del refrescante baño que por aquellos días nos solíamos pegar en uno de los sitios mas bonitos y a la vez lejanos, que en estas fechas conservaban algo de agua.
Para
ello debíamos cruzar toda la dehesilla, poner rumbo hacia la finca de Don
Diego, cruzarla entera y bajar por aquel ribero hasta el río Merlinejo, donde escondido
entre multitud de encinas, se encontraba la pesquera que en años de bastantes
lluvias, conservaba un bonito charco de agua donde nosotros íbamos a
refrescarnos.
Todo
esto debíamos hacerlo en tiempo récord, puesto que las siestas de nuestras
madres no eran demasiado largas. Así ellas, lo primero que solían hacer al
levantarse del sillón, era asomarse a la puerta y poner el oído tieso para ver
si se nos escuchaba cerca. Si no escuchaban nada, rápidamente sospechaban que
muy cerca no andábamos y los nervios aparecían en sus rostros.
Mientras
nosotros, levantábamos con nuestros pasos a los langostos, que por aquellos
años plagaban nuestros campos. Por eso creo que había más cantidad de todo,
empezando por las aves y acabando por los lagartos.
Si
nos daba la tontería, solíamos parar en el palacio de Don Diego el cual a día
de hoy, da mucha pena de verle en el suelo. En sus hornillas anidaban los cernícalos
(micales para nosotros), los cuales más
de alguna vez, osamos de criar en nuestras casas a base de recortes de las carnicerías,
además de buenas tupas de langostos, que podías coger nada más salir del pueblo.
Siguiendo
en busca del río y con un sol sofocante que nos acompañaba todo el camino, seguíamos
a paso ligero para llegar cuanto antes a nuestro objetivo, aunque bien es
verdad que en épocas de nidos solíamos entretenernos más de la cuenta.
Casi
llegando a nuestro objetivo los nervios iban apareciendo, seguramente por culpa
del miedo que en definitiva todos o casi todos teníamos al agua. No comprendo
ese vicio de ir a bañarnos tan lejos, para una vez llegar delante del charco,
no ser capaz de meternos.
Pero
aquel día allí estaba mi amigo Ángel Luis, el cual he de reconocer que siempre
fue más valiente que la mayoría de nosotros en los temas relacionados con los
baños. Despojados de las camisetas y los pantalones cortos que todos llevábamos,
no nos atrevíamos a bañarnos sin nada de ropa. Las historias que todos habíamos
oído alguna vez con respecto al tema de las sanguijuelas, hacia que nos diera
miedo quitarnos los gayumbos. Eso y la vergüenza de ver que tu amigo la tenía
un poco más grande o al menos, ya se le notaban los pelos, los cuales a algunos
todavía no le habían hecho acto de presencia.
Muy
astuto mi amigo Ángel, aquel día hizo un buen negocio a costa de los otros
cuatro amigos que allí estábamos sentados, delante de la tabla de agua que nos
invitaba a bañarnos. Empezó su negocio diciendo que el se metía el primero,
pero a cambio quería que cada uno de nosotros le diera una peseta por ese acto.
He de decir que al principio fuimos un poco reticentes, las pagas de aquellos años
no alcanzaban mas allá del duro, y tener que quitarte de la misma una peseta,
era un gran dilema. Pero bien es verdad que pensando lo lejos que estábamos y
el charco tan bonito que teníamos delante, accedimos al soborno y dando nuestra
palabra de “hombres”, le prometimos las pesetas el domingo siguiente al baño.
Todavía,
un puñado de años después, allí sentado delante de aquel charco, recuerdo
perfectamente aquel día de baño, en el que mi amigo recaudó cuatro pesetas, las
cuales no tengo muy claro que llegáramos a pagar. Porque aquella palabra de “hombre”
que dimos aquel día, nos quedaba todavía muy lejos a chavales de poco más de
once años.
Si
es verdad que aquel día nos bañamos por cuatro pesetas.
Como pasan los años…
Como pasan los años…
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