No han dado las nueve de la mañana y ya suena la puerta de casa, antes de salir a la calle su primer pensamiento va hacia ella. Ahora mismo me paso por el cementerio a verla antes de subirme andando a Trujillo. Mientras pueda no pienso quedarme en casa, parece que me falta el aire y me aburro tanto que solo me da por llorar al acordarme de ella.
Delante de su lápida le cuento lo poco que me ha pasado durante el día anterior y le digo que ya queda menos para reunirme con ella. Aunque la quiero tanto que lejos de desear irme yo antes que ella, prefiero haber pasado yo el dolor de sentir su ausencia.
Saco mi pañuelo y vuelvo a limpiar sobre limpio las letras de ella y me vuelve a venir a la mente aquella fatídica noche en la que ella se fue para siempre. La verdad que la enfermedad que se la llevó la hizo sufrir lo que nunca ella mereció. A pesar de que un mes antes me fue preparando para cuando ella se fuera, yo me negaba a escucharla y terminaba por decirla que no dijera tonterías que ella no se iba a ir.
Pero bien lo sabía, cuando se empeñaba en enseñarme a echar unas lentejas, unos garbanzos, ahora me explicaba como se hacían las sopas y algún que otro día cociné yo para que por lo menos ese momento a ella se le olvidaran los dolores que tenía. Se comió las lentejas tan solo para disimular y decirme que jamás las había comido tan buenas, aunque por dentro yo sabía que aquel plato estaba incomible.
Su empeño fue siempre decirme que no agobiara a mis hijos, que ellos tenían cada uno sus vidas y yo debía de pasar el duelo solo, aunque duela muchísimo...
Y la verdad es que los primeros días nadie te deja solo, pero según van pasando las semanas cada uno vuelve a sus rutinas y el que se queda solo es quien debe pasar el duelo. Las noches son eternas y te despiertas cuarenta veces tocando la cama por si al otro lado está ella y todo lo que ha pasado desearías haberlo soñado, pero no, las lagrimas vuelven a tus ojos y te bebes una poca de agua con una pastilla de esas que dicen que son para dormir y que si te acostumbras a ellas, no vuelves a dormir sin tomártela el resto de tú vida.
Y es cierto que el tiempo lo cura todo, aunque también es cierto que no lo cura del todo y uno aprende a vivir con el dolor y sobre todo aprendes a dejar pasar el tiempo, porque después de estar con tu mujer más de cincuenta años, cuando te quedas solo lo que más tienes es tiempo, tiempo de dar vueltas a las cosas, de maldecir tú mala suerte y de mirar al cielo y hablar con el de arriba para que te de una explicación de porqué te ha dejado solo.
Salgo del cementerio y según voy caminando hacía la puerta pienso que dentro de tres días es su cumpleaños, que curioso que jamás la regalé flores y ahora, los tres últimos años, es el regalo que la traigo...
La verdad que andar me da la vida, encontrarme con vecinos y conocidos me distrae y hace que la mañana se pase antes. Cuando llego a casa es la hora de comer y hoy tengo las lentejas que preparé hace tres días, que no termino de coger la medida para hacerlas para dos días y es raro que no tenga para toda la semana. No son como las que ella me hacía ni mucho menos, pero como no puedo echar las culpas a nadie me las como sin rechistar mirando la cazuela y pensando que tendré lentejas hasta el domingo, aunque seguro que ese día mi hija me trae algo cuando venga de su pueblo a pasar el día conmigo, es la vitamina que me hace falta para afrontar una nueva semana cuando me vuelva a quedar solo.
Porque el duelo hay que pasarlo y aunque no te falten los tuyos, tendrás muchos ratos de estar sólo y es ahí cuando uno se va curando, aunque jamás te cures del todo.