martes, 3 de enero de 2012

Capitulo 248: Cine Rugall de Trujillo (historia)






En mi último libro  acabado hoy precisamente, “Capricho Extremeño” de Andrés Trapiello, he podido leer un descubrimiento para mí y que quería compartir con todos vosotros, se trata del antiguo “cine Rugall” de Trujillo, en el se puede leer de donde viene ese nombre y a que es debido, me ha parecido curioso y como es historia y no quiero dejarlo pasar por alto, paso a escribir literalmente lo que el escritor detalla en su libro, no sé si será verdadera la historia o no, si alguno de los lectores habituales del blog sabe más al respecto, pues encantado de que lo comparta con todos nosotros.

“Muchas veces nos hemos preguntado quien seria este Rugall. Seguramente alguno de aquellos comisionistas catalanes que recorrían España llevando en una maleta muestras de telas y paños de Tarrasa.
Quizá solo sean fantasías de uno, que persigue la novela de los demás, porque la propia es corta y moderna, o sea, sin puntos y aparte.
Es posible que este Rugall fuese uno de aquellos viajantes que llevaban una doble vida en pueblos como este, con otra mujer y otros hijos a los que nunca hablaría de la verdadera mujer y los verdaderos hijos que le esperaban en Barcelona.

Al trasegar este fragmento de mi cuaderno de anillas de alambre a las bodegas del ordenador, cuatro años después de haberlo escrito, me encuentro con que el viejo cine “Rugall” acaban de demolerlo.
Frente al cine había, y hay, desde hace casi un siglo, otra lonja que sirvió en tiempos como administración de la empresa que vendía la luz eléctrica en el pueblo. Los hijos del dueño de aquel negocio un tanto decimonónico, hoy son los concesionarios del butano. Uno de estos me contó la historia de aquel cine, la verdadera historia de Rugall.

Rugall no era ningún catalán, sino un mayorista vinatero de Madroñera que se llamaba Gallego Rubio.
Este hombre tomó la primera silaba de su segundo apellido, con la elle incluida, y la primera del primero, y con eso dejó listo un nombre que le debió de parecer rumboso, artístico y sonoro, seguramente porque comprendió que tampoco ninguna de las estrellas de la pantalla se llamaban como decían que se llamaban, porque nadie puede alcanzar esas alturas siderales con la sola verdad, sino con la mentira o, al menos, con la novela, genero hibrido como se sabe. También debió de pensar que un cine que se llamara Gallego Rubio se le quedaría vacio.

Había sido aprovisionador de vino durante la guerra para el Ejercito Nacional. Fue entonces cuando hizo una pequeña fortuna. Al terminar la guerra mandó levantar esa vasta crujía en lo que entonces eran los solares de las afueras del pueblo. Lo construyó como las los lonjas de hace trescientos años, porque los albañiles de hace medio siglo estaban orgullosos de los albañiles de hace tres siglos, y ningún edificio de Mies Van Der Rohe era más hermoso.
Rugall al principio no pensaba en cines sino en bodegas, quizá porque ni siquiera sabía lo que era un cine.
Sin embargo un hijo joven de este vinatero, al que el padre había enviado a estudiar a la capital, convenció a este de que el negocio no eran los vinos sino poner allí un cine. El padre, cosa rara, se dejó convencer. Esto ocurría en 1942. Cine y vino nacieron, pues, en Trujillo como quien dice de la misma cepa.

Los primeros años fueron prósperos y el padre contó con las ventajas que proporcionaron los vencedores a quienes les habían ayudado a ganar la guerra.
Luego las cosas empezaron a torcerse. El primer traspiés lo cometió Rugall en el referéndum en el que se votó la ley de Sucesión.
Pese a que Rugall se había enriquecido con el régimen, se sospechaba que fuese un desafecto, por la trayectoria suya republicana.
El caso es que le marcaron las papeletas y cuando se abrió la urna lo descubrieron.
Esa misma noche los falangistas del pueblo arrastraron hasta el cine unos botes de pintura negra y al día siguiente todo Trujillo pudo leer la pintada que llenaba de un extremo a otro el famoso “Cine Rugall”: “Gallego votó no”.

Los del pueblo, a los que no les había importado que Rugall se hiciese rico a su costa, empezaron a tomarle un odio beduino, como si toda aquella riqueza hubiese sido fruto de un fraude o de una traición, o peor, de una estafa cometida contra ellos mismos, y los falangistas empezaron a hablar de darle un “susto”. Rugall anduvo un tiempo mohíno, se quitó de la circulación y en cuanto pudo traspasó aquel cine a unos arrendatarios. El primero de todos fue el padre de los concesionarios actuales del butano (ya no). A estos arrendatarios siguieron otros, hasta hace seis o siete años, en que el cine seguía funcionando, de manera renqueante en los últimos tiempos. El cine que empezó teniendo una sesión diaria y programa nuevo cada semana, terminó  solo teniendo un par de sesiones a la semana, los domingos por la tarde. Pero jamás dejó de llamarse Rugall”.

Y esta es la historia que me encontré en este libro y que me alegra compartir con ustedes.

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