Aquella Nochebuena enterraron en vida a Tía Isabel, desde entonces las Navidades en su casa han sido un suplicio más que una celebración. Cada año que se acercaban a Tía Isabel se le ponía un nudo en el estomago y hasta bien entrado enero, no era capaz de comer apenas bocado.
No soporta ir a comprar el pan y empezar a ver los turrones, mazapanes o polvorones en las estanterías de la tienda, eso es síntoma de que están a punto de llegar y la pena que intenta soportar a lo largo del año, por esa fecha se apodera de ella igual que se apoderan las nieblas de los paisajes en los meses de invierno.
La televisión no se volvió a encender en su casa y pasó a ser un mueble más, donde Tía Isabel pega la hoja donde va apuntando las cosas que tiene que comprar cuando baja al comercio, la cabeza dice ella para sus adentros, no le funciona igual cada año que va pasando, aunque lo que no es capaz de olvidar es aquel veinticuatro de diciembre cuando recibió aquella llamada informándola de la triste y trágica noticia.
Diego tenía recién cumplidos los dieciocho y jamás quiso ir a cumplir con la patria, él decía que había cosas mucho más importantes que hacer por su país que ir a pegar tiros a no se sabe quién y donde. Hubiera preferido seguir siendo útil en la fragua al lado de su padre, el cual le había enseñado todo lo necesario para ganarse la vida con ese oficio. Pero Ángel, su padre, siempre tuvo en la cabeza que un hombre no acaba de serlo nunca si no cumple el servicio militar y fue el primero en quitar de la cabeza a su hijo el objetar no se qué cojones de conciencia ni ostias. Déjate de historias y mira a ver donde te ha tocado en el sorteo fueron sus ultimas palabras hacia su hijo, pues aquel día después de venir de la fragua, mientras se estaba lavando en la pila que tenían en el patio, a Tío Ángel le dio un dolor fuerte en el pecho y allí mismo quedó para siempre.
Aquel suceso hizo que Diego pudiera salvarse del servicio militar si hubiera querido, pero las ultimas palabras de su padre seguían retumbando en su cabeza y lejos de arreglar los papeles para poder librarse, optó por irse a Cerro Muriano en Córdoba, para cumplir con la patria y terminar de hacerse un hombre, como le dijo su padre el día que falleció.
A Tía Isabel no le hizo mucha gracia ver como en una semana se había quedado sin marido y también sin hijo, puesto que había marchado a hacer la mili a cuatrocientos kilómetros de su casa.
Los días se le hacían eternos y deseaba que llegara la hora en que la cartera pasara con el correo para ver si su hijo la había escrito. En el calendario de la pared con rotulador negro iba tachando los días para descontar lo que le quedaba de mili a su hijo. Cuando llegaba el treinta de cada mes, sus ojos se llenaban de lágrimas al ver que un mes menos le separaban de su criatura, el cual en cada carta que mandaba al pueblo intentaba no disgustar a su madre mucho y como podía disimulaba su mal estancia en aquel maldito cuartel.
Ni si quiera las palabras de su padre retumbando en su cabeza fueron capaz que Diego no se viera envuelto en más de una pelea con los compañeros, los cuales le hicieron la vida imposible desde el primer día que llegó al cuartel. Empezaron a reírse de su acento, luego de su aspecto físico, por culpa de aquella delgadez que siempre acompañó al bueno de Diego que nunca fue capaz de ser mala persona con nadie a pesar de que le dieron motivos para serlo.
Empezaron a putearle con las imaginarias, luego con las guardias y cuando le tocaba el polvorín, en lugar de dos horas de garita le colocaban seis, eso si se acordaban de ir en busca de él, puesto que siempre le tocaba de forma intencionada, la garita mas alejada del puesto de mando.
Aquel globo se fue inflando tanto que estaba claro que algún día iba a explotar y todo sucedió aquella mañana de Nochebuena cuando Diego en lugar de hacer el petate y poner rumbo a su casa como tenía previsto, le cambiaron las guardias los listos de sus compañeros y tuvo que coger los trastes y desfilar para el polvorín donde le esperaba aquella desgraciada garita a la que tanta manía llegó a coger.
En su cabeza las palabras de su padre se amontonaban con la idea de quitarse del medio, era tal la depresión que entre todos hicieron pillar al bueno de Diego, que cuando se subió a la maldita garita una luz se iluminó en su cara y fue entonces cuando tuvo claro que no podía seguir con aquello. Apretó el gatillo de aquel viejo cetme y Diego descansó para siempre el día de Nochebuena, mientras sus compañeros disfrutaban en sus casas con sus familias...
Hoy, cuando Tía Isabel escucha en su vieja radio que es probable que vuelva el servicio militar obligatorio, por dentro de sus entrañas algo se le revuelve y desea con todas sus fuerzas que a quien lo propone, tenga la misma mala suerte que tuvo ella con su hijo aquella maldita Nochebuena, dónde las palabras Feliz Navidad se le empezaron a atragantar de por vida.


No hay comentarios:
Publicar un comentario